Una nota de página 12,
refiere a la vida del Nobel, Aldolfo Pérez Esquival y arrana el relato durante
la época del proceso y cuando el humanista estuvo detenido 14 meses en el Penal
Unidad 9 de 76 entre 9 y 11.
La nota dice así: Tres
días antes la final entre Argentina y Holanda por el Mundial ’78, Adolfo Pérez
Esquivel era trasladado desde la Unidad Penal 9 de Villa Elvira hasta su casa
en un Ford Falcon conducido por el genocida Raúl Guglielminetti.
Había pasado
catorce meses detenido entre la cárcel platense, la vieja Coordinadora Federal
y el Destacamento Central de la Policía en el que fue capturado el 4 de abril
de 1977 mientras intentaba renovar su pasaporte. Durante todo ese período
padeció toda clase de torturas e incluso lo ataron dentro de un avión que despegó
del aeródromo de San Justo pero aterrizó horas después en la base aérea de El
Palomar por una orden que evitó que lo arrojaran vivo al río Río de la Plata.
Esa nueva “libertad
vigilada” (así llamó la Dictadura al monitoreo que le hizo de allí hasta
septiembre de 1979) no impidió que Pérez Esquivel siguiera trabajando en el
activismo por los Derechos Humanos que lo hizo merecedor del Premio Nobel de la
Paz dos años y medio más tarde. Pero aquel 22 de junio de 1978 no sólo dejó
atrás aquella horrenda temporada de cadenas, golpes y mazmorras: también
eliminó para siempre su rol como docente en arte. “La Dictadura nos cambió la
vida a todos y a todas, y si bien puede seguir trabajando en varias cosas, lo
más terrible es que no pude volver a dar clases de lo que más me gustaba”,
reconoce ahora Adolfo, quien este martes 26 de noviembre cumple 88 años.
Muchos afirman -con ínfulas de certeza- que Pérez Esquivel
es arquitecto. Y se equivocan: “Se confunden porque enseñé en la Facultad de
Arquitectura de La Plata” explica. Pero luego piensa: “A los abogados los
llaman ‘doctores’… y sabemos que no lo son. Salvo que estudien un Doctorado. ¡Y
a mí me dieron muchos doctorados! Pero nunca los uso: todavía prefiero seguir
siendo humano, jeje”.
Adolfo fue docente de arte en la Escuela Nacional de Bellas
Artes Manuel Belgrano (cuando esta no estaba en Barracas, como ahora, sino en
Retiro), en la Escuela Superior de Arte de La Plata y en varios colegios de
Azul, ciudad en la que vivió cinco años, tuvo un hijo y dejó para siempre el
Monumento a la Madre ubicado al lado de la Municipalidad y frente a la
enigmática Plaza San Martín diseñada en la década del ’30 por el arquitecto
italiano de culto Francisco Salamone.
Hubo dos circunstancias que fueron claves para que Pérez
Esquivel se formara en la profesión que ejerció hasta abril de 1977. Ambas
fueron de pibe y las recuerda como si hubiesen ocurrido antes de ayer.
La primera sucedió cuando estaba de pupilo en el Patronato
Español de Colegiales, donde debió criarse tras la temprana muerte de su mamá y
el temporal regreso de su papá a su Galicia natal. “Cerca de una Navidad, la
portera tallaba figuritas de madera para el pesebre y a mí me encantaba verla.
‘¿Querés probar?’, me dijo un día. Y así empecé. Yo era chiquito, tendría siete
u ocho años. El entusiasmo fue tal que incluso me puse a dibujar hasta en las
paredes. ¡Las monjas me fajaban por eso! Entonces me ponía en rebelde y
llamaban a la portera, Josefa, quien me calmaba regalándome un caramelito”,
cuenta.
La segunda fue pocos años después, ya con su papá Cándido de
vuelta en Argentina y la familia reunida en una casita por San Telmo. “Se había
armado una bandita de cuatro o cinco pibes del barrio, todos pobres -dice
Adolfo-, entonces solíamos salir con unos caballetes para ponerlos en la vereda
de alguna cantina con la intención de pintar un cuadrito a cambio de unos
sánguches. Y de ahí nos íbamos a lo de Quinquela”.
Sí: a lo de Benito Quinquela Martín
“La Boca nos quedaba cerca, así que andábamos seguido por su
estudio. Charlábamos, nos mostraba libros y a veces hasta comíamos tallarines
con él. Y lo mirábamos cuando pintaba, porque así aprendíamos: usaba mucho la
espátula y no tanto el pincel. Era buen tipo y nos quería mucho”.
Además de profesor, Pérez Esquivel acredita numerosas
habilidades como muralista, escultor, ceramista y tallador, todas ellas
certificadas por centenas de obras dispersas por el mundo. Menciona una
escultura de bronce sobre Mahatma Gandhi en la plaza dedicada al pacifista
indio en Barcelona, el “Monumento a los Refugiados” (tallado en madera) en la
sede principal del ACNUR, en Ginebra y el “Mural de los Pueblos
Latinoamericanos” dentro de la catedral ecuatoriana de Riobamba, donde aparece
un Cristo crucificado con un poncho. También hay cosas de él en el Museo
Castagnino de Rosario, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires e iglesias
varias como la de Santa Cruz, en San Telmo.
Su último trabajo le llevó cuatro años y fue una serie de
siete esculturas enormes (“la más liviana pesa diez toneladas”, dice) en el
Parque de la Memoria de Combarro, el pueblo gallego sobre la Ría de Pontevedra
donde había nacido su padre. “Él era pescador y, en cierto, me siento un bicho
de agua, un navegante”, asegura.
No puede precisar la cantidad porque ya perdió la cuenta.
“Muchas cosas se fueron perdiendo, como por ejemplo trabajos en bronce, tallas
en piedra o cerámicas hechas en un horno que a su vez hice yo mismo. Pueden ser
quinientas, quizás mil. A esta altura me da lo mismo”, jura.