Por el miedo al acrecentamiento de las drogas, en distintos barrios están dispuestos a hacerle frente
El cacique Rogelio Canciano, líder de la comunidad toba platense, recuerda bien el día en que en una esquina del barrio Islas Malvinas encontró a un joven robando. Lo reconoció enseguida porque ese adolescente, cuando “tenía 8 o 9 años”, asistía religiosamente al comedor infantil que alimenta a 150 chicos en el barrio. “Yo paré -cuenta Canciano- y le dije ‘qué estás haciendo, porqué hacés eso, estas cosas no se hacen’.” El joven, sorprendido, miró al cacique y le respondió: “’Mirá Rogelio, yo te agradezco que cuando era chico siempre me dabas un plato de comida. Pero hoy mi padre no está, mi madre está sola y yo tengo que vivir’. Eso me dijo el pibe”, recuerda Canciano, con un toque de remota impotencia en la voz. Ese incidente quedó grabado a fuego en la memoria del cacique de la comunidad toba. Para él representa un ejemplo claro del riesgo que corren los adolescentes que alcanzan esa edad, sin herramientas con las cuales construir su propio futuro. Canciano coincide con otros referentes barriales platenses en que, por ese territorio de marginación y carencias, se filtra cada día la pesada mano del narcotráfico en las “zonas calientes” de la droga en La Plata. Por eso buscó un camino que aleje a los jóvenes de ese oscuro universo: desde hace años, junto a otros miembros de la comunidad toba, impulsa talleres para capacitar a los jóvenes en distintos oficios, experiencia que se repite en otros barrios platenses. En el mismo espacio físico del comedor “Hijo de aborigen” -que miembros de la comunidad toba hacen funcionar a pulmón en 131 entre 35 bis y 36-, dictan los cursos a los que asisten decenas de chicos desde los 14 o 15 años, a instruirse en diferentes profesiones. Así vio la luz un taller de costura “con todas sus máquinas” y una panadería. “Estamos tratando de implementar un programa, que yo llamo “Proyecto Joven”, para hacer ladrillos bloque, pilares de luz, caños. La idea es que ellos sean los protagonistas con la conducción nuestra, acompañándolos hasta que puedan largarse solos”, dice Canciano. Hoy, en los barrios más castigados por la venta de drogas ilegales, conviven esas dos caras contrapuestas: la de los narcos, que inyectan miedo y buscan arrastrar a los jóvenes a las drogas, (”si es posible ya a los 11 o 12 años”, como apuntó un referente barrial); y la de los vecinos, que se organizan, y, con contados recursos, ayudan a los jóvenes a aprender un oficio para “ganarse la vida dignamente”.
UNA MANO A TIEMPO
En Altos de San Lorenzo hay otra experiencia de este tipo. Marcelo Fertino (45) recuerda el día en que allí empezó todo. Fue hace cinco años. Un grupo de vecinos charlaba sobre el incierto futuro de algunos chicos del barrio, esos a los que todos los días veían juntarse en una esquina, atraídos por el venenoso imán de la droga y el alcohol (postales que aún hoy, reconoce, es posible ver por esas calles). De pronto, alguien lanzó la pregunta: “¿Y si les ofrecemos un trabajo?”. Fertino no imaginó entonces que haría suya esa sugerencia y la convertiría casi en una forma de vida. Para él, la idea de darles un oficio a los jóvenes en riesgo tenía mucho sentido. Su propia historia está atravesada por una mano salvadora que, hace 23 años, lo sacó a tiempo del infierno de la droga. “Yo quise intentar hacer lo mismo por ellos”, dice. Así creó la Asociación Civil “1778” (su ubicación inicial estaba en 17, 78 y 78 bis), que apunta sobretodo a adolescentes de entre 12 y 17 años -aunque también participaron mayores-. Funciona, básicamente, en el garage de su casa y brinda apoyo escolar a unos 30 chicos, gracias a la colaboración de jóvenes universitarios. Hubo épocas en que cocinaron comidas sencillas, como panqueques y rosquitas y salieron a venderlas. A muchos Fertino les pagó de su bolsillo cursos de construcción en seco y los llevó a trabajar con él, “para que probaran”. “La idea es tenerlos ocupados y que aprendan que haciendo algo sencillo pueden ganarse el sustento para salir adelante”, cuenta. Muchos consiguieron hacerlo. A otros, en cambio, aún hoy los cruza en la calle, aprisionados en las redes de la droga. “De la primera camada de 24 chicos, 6 no se recuperaron. Teniendo en cuenta los recursos que teníamos se hizo un montón”, considera.
LA HISTORIA CIRCULAR
Al fin de cuentas, el mundo está hecho de contradicciones. En los barrios más humildes siempre pasa igual: mientras unos tironean para alejar a los jóvenes de este flagelo, otros hacen todo lo posible por hundirlos en lo más profundo. Estos últimos son siempre una ínfima minoría, pero conforman una facción capaz de estrujar todos los códigos de convivencia hasta hacerlos estallar. “Los que venden la droga le dicen siempre a los chicos que ‘el que trabaja es un gil’. Ellos saben que cuando más consumen los pibes, más necesitan y se aprovechan de eso”, sostiene Fertino. Esa realidad es palpable en toda la Región, pero se percibe con mayor crudeza en las denominadas “zonas calientes”, donde la pesada mano del narcotráfico está más enquistada. Altos de San Lorenzo, Villa Elvira, Villa Alba, Hernández, Los Hornos, El Churrasco, Villa Catela, El Peligro y El Mondongo, además de algunas zonas del casco céntrico, figuran entre los sectores considerados críticos. Así se desprende de un relevamiento de las denuncias por supuesta venta de droga recibidas entre los meses de Enero a Julio de 2012, y en base a las cuales el Departamento de Planeamiento y Mapeo Criminal, dependiente del Ministerio de Seguridad provincial, elaboró un informe que identificaba esos sectores como los puntos más conflictivos en la Región. En ese marco, a principios de mes, más de 60 referentes vecinales -de San Carlos, Villa Elvira, Islas Malvinas, El Peligro y Melchor Romero, entre otros barrios- se reunieron con representantes de organismos gubernamentales en el club de 149 entre 35 y 36. Durante ese encuentro se cristalizó la inquietud latente entre los vecinos por la omnipresencia del nexo entre la marginación y las adicciones, a las que se llegó a vincular con al menos tres suicidios que se conocieron en la zona de Malvinas en los últimos meses. Canciano, que participó de esa reunión, explicó que en algunos barrios la situación es todavía “más delicada que la nuestra porque por ahora no tienen iniciativa. Está la preocupación pero no hay acción”. EL MIEDO Y EL SILENCIO Muchos viven esta situación con miedo; una sensación de alerta y angustia que a la vez paraliza. “Los vecinos no se animan a denunciar la venta -explica Fertino- porque son personas que se criaron en el barrio y saben las consecuencias que eso trae. O sea, siempre hay consecuencias, porque si el acusado va preso, en el barrio quedan todos los familiares del sospechoso”. Cristian (27) vive junto a su familia en la zona de 172 y 516, en Melchor Romero. Al principio el temor también a él lo paralizó. Hoy cree que el silencio no siempre es la mejor alternativa. “Ya no podemos quedarnos callados -insiste-. El miedo ya lo tuvimos el año pasado y nos callamos. Pero no me puedo quedar en silencio cada vez que me amenazan”. “La idea es tenerlos ocupados y que tengan la noción de que haciendo algo sencillo pueden ganarse el sustento para salir adelante dignamente” El 19 de noviembre pasado él y unos treinta vecinos de ese barrio cortaron el tránsito frente a la comisaría 14ª, de 173 y 517. Quemaron gomas y mostraron carteles de cartón que decían “Basta de miedo” y “Basta de violencia”. Estaban hartos. Exigían la detención de un hombre unos 26 años, al que acusan de haberlos amenazado y atacado a tiros, además de denunciar la venta de droga en la zona. “Esto se pudrió de a poco. Hace más de 20 años que vivo acá y hoy no sabés quién es quién. Antes podías salir a caminar hasta altas horas de la noche. Hoy no podés ir a una plaza a las dos de la tarde”, asegura Cristian. Y describe un paisaje que en poco se parece a la geografía en la que creció: “Yo tengo una plaza en la puerta de mi casa. Te levantás y tenés chicos drogándose a las 10.00 de la mañana. Y es así hasta altas horas de la noche”.
LAS MIL Y UN MODALIDADES
En los barrios, aseguran fuentes policiales, la droga se distribuye de diferentes formas. Están los “narco-delivery”, vendedores que se mueven a pie, en moto, en remís o en taxi y que llevan la droga a sus clientes a domicilio. También existen el típico “pasamos” en la vía pública y los “kiosquitos” de venta de droga que se montan en domicilios. Hay falsos locales, como supuestas pizzerías y almacenes que, tras su fachada comercial, esconden el tráfico ilegal. “Esas son las modalidades más comunes, pero hay muchas otras”, remarcan. Eso sucede todo el tiempo a la vista de los vecinos, que desean erradicar esas prácticas pero saben que denunciar representa un riesgo. “Todos tenemos hijos. El temor es que cuando te vas horas para ir a trabajar, el resto de tu familia se queda en casa. Yo hago guardias de noche y estoy llamando constantemente para saber cómo están. No podés pestañear, como dicen ellos, porque en cualquier momento te roban, te apuñalan. Están drogados y no distinguen nada”, insiste Cristian. Todos coinciden en que la marihuana es, generalmente, la primera droga. El diagnóstico se ajusta a los resultados de un informe difundido el mes pasado por la subsecretaría de Salud Mental y Atención a las Adicciones de la provincia, basado en un muestreo realizado a pacientes de entre 14 y 24 años, en el que se indicó que el 60% de los que tratan su adicción comenzaron con la marihuana. Después muchos pasan a la cocaína; también a las pastillas y a las sustancias volátiles y, por supuesto, el alcohol. En La Plata la presencia de paco (pasta base de la cocaína) es mucho menos común que en las localidades más castigadas del Conurbano. Esa espiral lleva a la esfera del “policonsumo”: rara vez, indican los estudios, los pacientes expresan sus problemas adictivos apuntando a una única sustancia. Para los narcos, cuanto antes entren los jóvenes en esa historia circular, será mejor y más rentable. “Se tienen que asegurar que un chico, si es posible a los 10, 11 años, ya se esté drogando”, afirma Fertino, aunque otros vecinos apuntan que es más frecuente que ese contacto inicial con los estupefacientes se produzca “hacia los 14 años”. TORCER DESTINOS Los vecinos sostienen que los que manejan el negocio ilegal se mueven en “autos último modelo” y les hacen ver a los más jóvenes que el de la droga “es el camino fácil”. “Los van mentalizando para que, a la primera de cambio, entren a ese mundo -opina Fertino, sobre lo que observa en su barrio-. El chico ve que mientras él tiene las zapatillas rotas, el que vende droga tiene las mejores ropas, el mejor auto. Lo que no sabe es que lo tiene a raíz de lo que otros roban para su beneficio”. Porque, según describen en el barrio, “la modalidad es que los chicos de 20 años acoplan a los de 15 o 16, les arman el diagrama de que es ‘lo fácil’ y que cuando consigan algo robado se lo pagan con plata o droga”. Con esa dinámica perversa, el sistema se reproduce a sí mismo. El esfuerzo de los vecinos no siempre alcanza para torcer el destino. Fertino recuerda un caso para él paradigmático de los factores sociales que aprovechan los narcos para empujar a los jóvenes a la adicción. Una historia en la que se conjugan carencias, marginación y un entramado familiar desintegrado. “A la asociación civil venía un chico que no estaba en la droga. Pero en la familia en total eran siete hermanos, seis de los cuales estaban presos por distintos delitos. ¿Cómo se puede contrarrestar el entorno en el que creció ese pibe? Un día me dijo ‘no vengo más’. Hoy se lo ve perdido por la calle, drogándose”, lamenta Fertino. “El panorama es complicado, sobretodo en las zonas más humildes, donde el Estado no tiene una presencia fuerte”, dice Pablo Pérez, dirigente del club Tolosano, de 115 bis entre 528 bis y 529, desde donde participó en distintas movidas para asistir a jóvenes en riesgo. “Hay chicos que en algún momento existía la posibilidad de ayudarlos -advierte-. Pero de pronto pasaron los años y te enterás que está preso, o que incluso falleció. O lo ves y te das cuenta al instante que tomó un rumbo que no debería haber tomado”. Hay otras historias de recuperación que muestran las profundas implicancias culturales de la droga, convertida en un requisito para pertenecer a círculos sociales definidos. Fertino narra una de esas historias de rescate y cambio. “Ahora le dan el alta un chico que estuvo internado dos años, en un centro de Los Hornos. Salió, tuvo una recaída y ahora está trabajando conmigo. El habla y explica donde cometió los errores. Dice que llegaba a portar un arma o a robar, nada más que porque no tenía el dinero para comprar droga. Para un pibe de 16 años, estar en esa situación no es grato”. El cambio se notó cuando volvió al barrio. “El chico se aisló” de su anterior grupo de referencia y de sus códigos. “Quedó solo”. “Saluda, ‘cómo estás, bien’ y sigue. La droga es también una amenaza de aislarte si no perteneces a ese mundo, se divide de distinta manera la vida”, opina el referente vecinal. Bajo esos contornos se libra cada día la lucha en las “zonas calientes” de la droga. Es una batalla desigual; una tarea de Sísifo que, a pesar del miedo, afrontan los vecinos que intentan suturar las heridas abiertas por el narcotráfico sobre la piel de la Ciudad.
UNA MANO A TIEMPO
En Altos de San Lorenzo hay otra experiencia de este tipo. Marcelo Fertino (45) recuerda el día en que allí empezó todo. Fue hace cinco años. Un grupo de vecinos charlaba sobre el incierto futuro de algunos chicos del barrio, esos a los que todos los días veían juntarse en una esquina, atraídos por el venenoso imán de la droga y el alcohol (postales que aún hoy, reconoce, es posible ver por esas calles). De pronto, alguien lanzó la pregunta: “¿Y si les ofrecemos un trabajo?”. Fertino no imaginó entonces que haría suya esa sugerencia y la convertiría casi en una forma de vida. Para él, la idea de darles un oficio a los jóvenes en riesgo tenía mucho sentido. Su propia historia está atravesada por una mano salvadora que, hace 23 años, lo sacó a tiempo del infierno de la droga. “Yo quise intentar hacer lo mismo por ellos”, dice. Así creó la Asociación Civil “1778” (su ubicación inicial estaba en 17, 78 y 78 bis), que apunta sobretodo a adolescentes de entre 12 y 17 años -aunque también participaron mayores-. Funciona, básicamente, en el garage de su casa y brinda apoyo escolar a unos 30 chicos, gracias a la colaboración de jóvenes universitarios. Hubo épocas en que cocinaron comidas sencillas, como panqueques y rosquitas y salieron a venderlas. A muchos Fertino les pagó de su bolsillo cursos de construcción en seco y los llevó a trabajar con él, “para que probaran”. “La idea es tenerlos ocupados y que aprendan que haciendo algo sencillo pueden ganarse el sustento para salir adelante”, cuenta. Muchos consiguieron hacerlo. A otros, en cambio, aún hoy los cruza en la calle, aprisionados en las redes de la droga. “De la primera camada de 24 chicos, 6 no se recuperaron. Teniendo en cuenta los recursos que teníamos se hizo un montón”, considera.
LA HISTORIA CIRCULAR
Al fin de cuentas, el mundo está hecho de contradicciones. En los barrios más humildes siempre pasa igual: mientras unos tironean para alejar a los jóvenes de este flagelo, otros hacen todo lo posible por hundirlos en lo más profundo. Estos últimos son siempre una ínfima minoría, pero conforman una facción capaz de estrujar todos los códigos de convivencia hasta hacerlos estallar. “Los que venden la droga le dicen siempre a los chicos que ‘el que trabaja es un gil’. Ellos saben que cuando más consumen los pibes, más necesitan y se aprovechan de eso”, sostiene Fertino. Esa realidad es palpable en toda la Región, pero se percibe con mayor crudeza en las denominadas “zonas calientes”, donde la pesada mano del narcotráfico está más enquistada. Altos de San Lorenzo, Villa Elvira, Villa Alba, Hernández, Los Hornos, El Churrasco, Villa Catela, El Peligro y El Mondongo, además de algunas zonas del casco céntrico, figuran entre los sectores considerados críticos. Así se desprende de un relevamiento de las denuncias por supuesta venta de droga recibidas entre los meses de Enero a Julio de 2012, y en base a las cuales el Departamento de Planeamiento y Mapeo Criminal, dependiente del Ministerio de Seguridad provincial, elaboró un informe que identificaba esos sectores como los puntos más conflictivos en la Región. En ese marco, a principios de mes, más de 60 referentes vecinales -de San Carlos, Villa Elvira, Islas Malvinas, El Peligro y Melchor Romero, entre otros barrios- se reunieron con representantes de organismos gubernamentales en el club de 149 entre 35 y 36. Durante ese encuentro se cristalizó la inquietud latente entre los vecinos por la omnipresencia del nexo entre la marginación y las adicciones, a las que se llegó a vincular con al menos tres suicidios que se conocieron en la zona de Malvinas en los últimos meses. Canciano, que participó de esa reunión, explicó que en algunos barrios la situación es todavía “más delicada que la nuestra porque por ahora no tienen iniciativa. Está la preocupación pero no hay acción”. EL MIEDO Y EL SILENCIO Muchos viven esta situación con miedo; una sensación de alerta y angustia que a la vez paraliza. “Los vecinos no se animan a denunciar la venta -explica Fertino- porque son personas que se criaron en el barrio y saben las consecuencias que eso trae. O sea, siempre hay consecuencias, porque si el acusado va preso, en el barrio quedan todos los familiares del sospechoso”. Cristian (27) vive junto a su familia en la zona de 172 y 516, en Melchor Romero. Al principio el temor también a él lo paralizó. Hoy cree que el silencio no siempre es la mejor alternativa. “Ya no podemos quedarnos callados -insiste-. El miedo ya lo tuvimos el año pasado y nos callamos. Pero no me puedo quedar en silencio cada vez que me amenazan”. “La idea es tenerlos ocupados y que tengan la noción de que haciendo algo sencillo pueden ganarse el sustento para salir adelante dignamente” El 19 de noviembre pasado él y unos treinta vecinos de ese barrio cortaron el tránsito frente a la comisaría 14ª, de 173 y 517. Quemaron gomas y mostraron carteles de cartón que decían “Basta de miedo” y “Basta de violencia”. Estaban hartos. Exigían la detención de un hombre unos 26 años, al que acusan de haberlos amenazado y atacado a tiros, además de denunciar la venta de droga en la zona. “Esto se pudrió de a poco. Hace más de 20 años que vivo acá y hoy no sabés quién es quién. Antes podías salir a caminar hasta altas horas de la noche. Hoy no podés ir a una plaza a las dos de la tarde”, asegura Cristian. Y describe un paisaje que en poco se parece a la geografía en la que creció: “Yo tengo una plaza en la puerta de mi casa. Te levantás y tenés chicos drogándose a las 10.00 de la mañana. Y es así hasta altas horas de la noche”.
LAS MIL Y UN MODALIDADES
En los barrios, aseguran fuentes policiales, la droga se distribuye de diferentes formas. Están los “narco-delivery”, vendedores que se mueven a pie, en moto, en remís o en taxi y que llevan la droga a sus clientes a domicilio. También existen el típico “pasamos” en la vía pública y los “kiosquitos” de venta de droga que se montan en domicilios. Hay falsos locales, como supuestas pizzerías y almacenes que, tras su fachada comercial, esconden el tráfico ilegal. “Esas son las modalidades más comunes, pero hay muchas otras”, remarcan. Eso sucede todo el tiempo a la vista de los vecinos, que desean erradicar esas prácticas pero saben que denunciar representa un riesgo. “Todos tenemos hijos. El temor es que cuando te vas horas para ir a trabajar, el resto de tu familia se queda en casa. Yo hago guardias de noche y estoy llamando constantemente para saber cómo están. No podés pestañear, como dicen ellos, porque en cualquier momento te roban, te apuñalan. Están drogados y no distinguen nada”, insiste Cristian. Todos coinciden en que la marihuana es, generalmente, la primera droga. El diagnóstico se ajusta a los resultados de un informe difundido el mes pasado por la subsecretaría de Salud Mental y Atención a las Adicciones de la provincia, basado en un muestreo realizado a pacientes de entre 14 y 24 años, en el que se indicó que el 60% de los que tratan su adicción comenzaron con la marihuana. Después muchos pasan a la cocaína; también a las pastillas y a las sustancias volátiles y, por supuesto, el alcohol. En La Plata la presencia de paco (pasta base de la cocaína) es mucho menos común que en las localidades más castigadas del Conurbano. Esa espiral lleva a la esfera del “policonsumo”: rara vez, indican los estudios, los pacientes expresan sus problemas adictivos apuntando a una única sustancia. Para los narcos, cuanto antes entren los jóvenes en esa historia circular, será mejor y más rentable. “Se tienen que asegurar que un chico, si es posible a los 10, 11 años, ya se esté drogando”, afirma Fertino, aunque otros vecinos apuntan que es más frecuente que ese contacto inicial con los estupefacientes se produzca “hacia los 14 años”. TORCER DESTINOS Los vecinos sostienen que los que manejan el negocio ilegal se mueven en “autos último modelo” y les hacen ver a los más jóvenes que el de la droga “es el camino fácil”. “Los van mentalizando para que, a la primera de cambio, entren a ese mundo -opina Fertino, sobre lo que observa en su barrio-. El chico ve que mientras él tiene las zapatillas rotas, el que vende droga tiene las mejores ropas, el mejor auto. Lo que no sabe es que lo tiene a raíz de lo que otros roban para su beneficio”. Porque, según describen en el barrio, “la modalidad es que los chicos de 20 años acoplan a los de 15 o 16, les arman el diagrama de que es ‘lo fácil’ y que cuando consigan algo robado se lo pagan con plata o droga”. Con esa dinámica perversa, el sistema se reproduce a sí mismo. El esfuerzo de los vecinos no siempre alcanza para torcer el destino. Fertino recuerda un caso para él paradigmático de los factores sociales que aprovechan los narcos para empujar a los jóvenes a la adicción. Una historia en la que se conjugan carencias, marginación y un entramado familiar desintegrado. “A la asociación civil venía un chico que no estaba en la droga. Pero en la familia en total eran siete hermanos, seis de los cuales estaban presos por distintos delitos. ¿Cómo se puede contrarrestar el entorno en el que creció ese pibe? Un día me dijo ‘no vengo más’. Hoy se lo ve perdido por la calle, drogándose”, lamenta Fertino. “El panorama es complicado, sobretodo en las zonas más humildes, donde el Estado no tiene una presencia fuerte”, dice Pablo Pérez, dirigente del club Tolosano, de 115 bis entre 528 bis y 529, desde donde participó en distintas movidas para asistir a jóvenes en riesgo. “Hay chicos que en algún momento existía la posibilidad de ayudarlos -advierte-. Pero de pronto pasaron los años y te enterás que está preso, o que incluso falleció. O lo ves y te das cuenta al instante que tomó un rumbo que no debería haber tomado”. Hay otras historias de recuperación que muestran las profundas implicancias culturales de la droga, convertida en un requisito para pertenecer a círculos sociales definidos. Fertino narra una de esas historias de rescate y cambio. “Ahora le dan el alta un chico que estuvo internado dos años, en un centro de Los Hornos. Salió, tuvo una recaída y ahora está trabajando conmigo. El habla y explica donde cometió los errores. Dice que llegaba a portar un arma o a robar, nada más que porque no tenía el dinero para comprar droga. Para un pibe de 16 años, estar en esa situación no es grato”. El cambio se notó cuando volvió al barrio. “El chico se aisló” de su anterior grupo de referencia y de sus códigos. “Quedó solo”. “Saluda, ‘cómo estás, bien’ y sigue. La droga es también una amenaza de aislarte si no perteneces a ese mundo, se divide de distinta manera la vida”, opina el referente vecinal. Bajo esos contornos se libra cada día la lucha en las “zonas calientes” de la droga. Es una batalla desigual; una tarea de Sísifo que, a pesar del miedo, afrontan los vecinos que intentan suturar las heridas abiertas por el narcotráfico sobre la piel de la Ciudad.