En un impresionante documental, el diario El Día hace una importante pintura no solamente del suicidio de jóvenes sino de la cruel realidad de Villa Elvira.
Podés seguir los videos a través de http://www.eldia.com/la-ciudad/suicidios-adolescentes-una-tragedia-en-villa-elvira-168003
A continuación la nota:
En unas pocas manzanas de Villa Elvira -40 cuadras al sudeste de Plaza Moreno- son muchas las madres que viven con el corazón en la boca. En menos de diez meses (entre agosto del año pasado y junio de este año), se suicidaron cuatro chicos en el barrio. Tenían entre 16 y 20 años. Eran amigos; todos varones. No dejaron cartas ni certezas. Sólo el vacío y la desolación de una decisión incomprensible. Todos se ahorcaron en sus casas.
¿Qué los llevó a Gustavo, a Cristian, a Leandro y a Owen a esa oscura decisión? Nadie lo sabe exactamente. Pero las conjeturas coinciden en varios puntos: una mezcla de desamparo, de droga, de vacío y de desesperanza se puede haber combinado en esos desenlaces que, aparentemente, están conectados unos con otros. Los cuatro vivían a pocas casas de distancia en una zona vulnerable. Sus vidas pasaban por la esquina de 13 y 89, donde ahora hay un paredón que recuerda a Gustavo, el primero de esta lista lúgubre. Trabajaban en forma esporádica, generalmente en changas de albañilería. Sólo uno de ellos había terminado la primaria. Eran hijos de una realidad que ofrece a los más jóvenes un futuro sombrío y un presente penoso. Gustavo no tenía padre. El de otro de los chicos estaba preso.
Una combinación de desamparo, droga y desesperanza influiría en los trágicos desenlaces que conmueven a Villa Elvira
En ese contexto de alto riesgo, germinan también las creencias esotéricas; se rinde culto a San la Muerte –una figura pagana de origen guaraní- y se practican oscuros ritos umbandas. Algunos vecinos hablan de pactos entre los chicos “para encontrarse en otra vida”. La falta de escolarización y de ámbitos contenedores, constituye un caldo de cultivo para variadas patologías y extravíos. “Acá los pibes están muy expuestos. La mayoría no estudia ni trabaja; están todo el día en la calle, en un contexto muy vulnerable…”, dice Sergio Zapata, pastor de una iglesia evangélica instalada desde hace 22 años en el corazón de Villa Elvira. Las comunidades religiosas (tanto los evangelistas como la Iglesia católica) funcionan como “muletas” en ese contexto de múltiples carencias y necesidades. El oratorio Don Bosco, administrado por una pequeña congregación de monjas, desarrolla una tarea de apoyo escolar y de contención para las madres del barrio. Fue la Iglesia la que promovió, hace pocas semanas, el desmantelamiento, en 13 y 89, de una especie de “santuario” umbanda que se había montado en homenaje a los chicos ahorcados. Lograron que vecinos y familiares participaran de la idea de desarmar algo que, a media lengua, el barrio identificaba con los suicidios en serie.
“Los chicos del barrio abandonan prematuramente la escuela; se crían solos; la figura paterna prácticamente no existe. Las madres salen a trabajar y los chicos, desde muy pequeños, quedan en la calle”. Lo cuenta una mujer que desarrolla tareas sociales en esta zona, pero que -como muchos otros- prefiere, por temor, que no se la identifique.
Cuando hablan de patologías sociales no hablan de un concepto abstracto. Se refieren a adicciones severas, actividades delictivas, tenencia de armas, prostitución de menores, maternidad precoz. Ese es el entramado en el que se inscriben los suicidios adolescentes que han llenado de miedo y de tristeza a un barrio que habla con naturalidad de “los pibes ahorcados”.
En Argentina, la tasa de mortalidad por suicidios supera la de homicidios. Según cifras del ministerio de Salud de la Nación, los suicidios registran una tasa de 7.2 cada 100 mil habitantes (contra 5.2 de homicidios). Y el pico más alto se da entre los 12 y los 25 años. Las estadísticas, sin embargo, muestran apenas una parte de la tragedia. Son muy parciales y no hay un mapa detallado de la incidencia que tiene en determinadas zonas sociales y geográficas. Los cuatro casos, en un lapso de diez meses, localizados en tres manzanas de Villa Elvira, no figuran –por ejemplo- en ningún registro oficial. En la comisaría de la zona, la Octava, todos están registrados como “averiguación de causales de muerte”. Es que la figura del suicidio casi nunca se consigna en la carátula, según explica la Policía.
Así puede intuirse que el drama de Villa Elvira es aún mucho mayor que el que reflejan los cuatro casos apuntados. Desde septiembre del año pasado a junio de este año la comisaría octava (que abarca todo Villa Elvira y Altos de San Lorenzo) tiene registradas diez “averiguaciones de causales de muerte” de jóvenes de entre 15 y 24 años (al menos uno cada treinta días). Al menos dos suicidios de adolescentes se registraron a principios de este año en Barrio Jardín. A eso habría que sumar las “tentativas de suicidio”, que por fracciones de segundo no pasaron a “averiguación de causales de muerte”.
No hay registros oficiales rigurosos. Los casos de suicidio se asientan en las comisarías como “averiguación de causales de muerte”
Todos los especialistas coinciden en un punto: el suicidio no obedece a una sola causa ni se explica de manera automática por factores uniformes. Pero también hay acuerdo en que la marginalidad, la droga y la desarticulación familiar pueden reforzar tendencias suicidas en determinadas personalidades atravesadas por la adolescencia.
Silvia Dowdal ha trabajado en distintos puntos del país como coordinadora de un programa de contención juvenil a través de Poder Ciudadano. Nunca llegaron a La Plata, pero intervinieron en comunidades con problemáticas severas de suicidio adolescente. Su testimonio aparece citado en una investigación sobre casos ocurridos en Las Heras (Santa Cruz): “Lo que encontramos entre los chicos fue falta de proyecto, apatía, problemas de violencia física entre ellos, situaciones conflictivas con los padres, prostitución y abuso infantil. Cuando les preguntamos cuáles creían ellos que eran las causas de los suicidios, dijeron que era porque no tenían nada para hacer, porque no veían futuro, no tenían esperanza. Les preguntamos si tenían miedo de que les pasara a ellos y dijeron Sí. Y les dijimos que uno se puede cuidar de eso, que si estaban juntos y tenían un proyecto se podía hacer otra cosa”.
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Villa Elvira tiene comunidades muy humildes, pero sin llegar a la indigencia ni a la pobreza extrema. Con 120 mil habitantes, es la zona de La Plata que más creció en los últimos 20 años. Alberga áreas muy diferenciadas, desde los barrios Monasterio y Jardín (de clase media urbana) hasta Villa Montoro, El Palihue, Ponsati y Villa Alba, con niveles de pobreza que afectan, según estimaciones de organizaciones sociales, al 70 por ciento de la población. Pero aún en los márgenes más desfavorecidos, las casas son, en general, de material. Sobre el borde de la calle 13, a la derecha de la 90, se dibujan, sin embargo, los contornos de una villa. Allí, en esa zona de 13 y 89, la mayoría de las mujeres trabaja en cooperativas que prestan servicios municipales. Los hombres se dedican, mayoritariamente, a la construcción.
Hay una metodología común: se ahorcan, generalmente en sus casas, y no dejan cartas ni mensajes en Facebook
El Estado tiene presencia a través de los Planes Trabajar y la Asignación Universal por Hijo. Pero no desarrolla en el barrio políticas focalizadas de contención ni programas de asistencia familiar. Frente al drama de las adicciones, la alternativa estatal es muy limitada. “Acá se necesitan psicólogos y ayuda para contener a los jóvenes; cosas que los motiven, que los incluyan”, dice una de las monjas del oratorio Don Bosco. Y sugiere una alternativa: entrenadores que incentiven a los chicos en las prácticas de deportes. “Eso ayudaría mucho”.
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Dos días antes Gustavo había dormido con B. Se conocían del barrio desde los seis años y eran novios desde la adolescencia. “No aguantábamos ni dos días peleados. Antes de hacer lo que hizo escribió en una pared `B… te amo`. Eso es lo único que dejó…”. Ella tiene 20 años y todavía le cuesta hablar de su novio en pasado. “Yo también me quise matar. Pero entendí que hay que seguir, que tengo que ser fuerte”.
“Nadie sabe por qué lo hizo. Era un pibe bueno; si tenía que trabajar, trabajaba. Consumía, sí… Faso y merca… Yo creo que no era él cuando se ahorcó… Y por ahí hubo algo raro, aunque le tenía miedo a esas cosas como las brujerías o los ritos umbandas”, dice la novia, parada frente al kiosco en el que trabaja todos los días desde la una de la tarde.
“No sabemos por qué lo hicieron. Acá muchos pibes caen en la droga y terminan en cualquiera. Los padres por ahí los tienen que dejar en la calle porque salen a trabajar. La escuela no los contiene. Tendría que haber enseñanza de oficios para que puedan trabajar. En el barrio son cuatro los chicos que se suicidaron en poco tiempo. Ahora parece que se frenó”.
Celia
Abuela de Leandro, una de las víctimas de suicidio
Abuela de Leandro, una de las víctimas de suicidio
Era domingo. Una de las tías de Gustavo lo recuerda con un nudo en la garganta. Vive al lado de lo que era la casa de su hermana, donde encontraron ahorcado a su sobrino en la mañana del 30 de agosto de 2015. “Mi hermana nunca pudo volver a vivir acá. Se fue a Los Hornos. Y yo ahora tengo miedo por uno de mis hijos, que está guardado y cayó en una depresión… Son cuatro los pibes del barrio que están guardados…”. Guardados quiere decir presos.
“Muchos pibes caen en el delito arrastrados por la droga”, explica el pastor Sergio Zapata. No le consta que en el barrio se haya enquistado una organización de narcotráfico, “pero la droga está en todos lados”.
“Los chicos se drogan en la esquina; los vemos todos”, cuenta una vecina, con el compromiso de que no se la identifique. “A muchos los conocemos de chiquitos; son buenos chicos, pero cuando están drogados no sabés qué pueden hacer…”.
El titular de la comisaría Octava, Carlos Prieto, asegura que no hay una estructura de narcotráfico enquistada en la zona. “Sólo tenemos identificado un sistema de narcomenudeo”, afirma. Dirigentes políticos con un trabajo de muchos años en Villa Elvira, sin embargo, aseguran que funcionan, al menos, dos “cocinas” de cocaína (laboratorios clandestinos donde se elabora la droga), una en Villa Alba y otra en Altos de San Lorenzo. “Acá la droga corre todo el día…”, dice un vecino y señala lugares donde, según él, se comercializa. Todos hablan de faso (marihuana), “la blanquita” (cocaína) y pastillas (como las de éxtasis). “El paco se ve poco”, dice el comisario Prieto. Viene de trabajar varios años en el Conurbano. “Allá el paco hace estragos. Acá no tanto”, dice.
Con 16 a 18 años, muchos de esos pibes son la tercera generación sin trabajo formal. Sus padres viven de los planes Trabajar; sus abuelos de changas en la construcción o en la venta ambulante.
Leandro tenía 19 años. “Era buen chico, pero no fue a la escuela ni trabajaba… La droga lo destruyó. Nos robaba a nosotros, a la abuela, a la madre… Un día me pegó. Cuando estaba drogado era inmanejable”, recuerda su tía. También se ahorcó un domingo, el del ballotage del año pasado. Pero alcanzaron a llevarlo al hospital y murió unas horas después. “Sabíamos que, de una forma u otra, iba a terminar mal…”, dice ahora su tía.
En la periferia platense no hay programas focalizados para la contención juvenil en zonas vulnerables
Eran chicos sin sueños. ¿Qué querían ser cuando fueran grandes? Por lo que cuentan sus propias familias, no lo sabían. En los barrios periféricos de La Plata se han desdibujado los sueños. Jugar al fútbol en Primera, ser boxeador, formar una banda ricotera o ser ídolo de cumbia… son estereotipos del pasado. Hoy el sueño es tener una moto y poder “volar” de cualquier forma.
Quizá haya, detrás de algunos desenlaces trágicos, el grito agónico y desesperado de pibes que piden ayuda. Son pibes que necesitan volver a soñar.